Tenía Doña Celia dos grandes tarros de cristal, en dónde guardaba celosamente y durante tiempo todos los botones que para ella fueron testigos de un momento especial en su vida.
Los años iban haciendo estragos en su cuerpo, el cabello ya carecía de abundancia, los pómulos se volvieron duros y marcados por la falta de dientes, el cuello perdió su tersura como también lo hizo la piel de los brazos y el resto.
Cada año, en su onomástica sacaba aquellos tarros para abrirlos y limpiar uno a uno cada botón.
Pero, como ya se empezó a ver viejita, ese año, los sacó antes, era la herencia que tenía preparada para su única nieta; ¡es poco! dirían los más discretos, ¡es una tremenda basura! susurrarían otros; pero no, no era nada de eso, para Doña Celia era un tesoro, era su vida, su diario abotonado, sus … ¿cómo diría?, sus fotos de plástico con agujeros, sin imágenes para el resto pero hablantes para ella.
Cuando los sacaba seguía un ritual paso a paso, siempre hacía lo mismo:
Primero, colocaba el mejor mantel sobre la mesa de tablas descuadradas.
Segundo, se subía a una pequeña banqueta para agarrar los tarros que esperaban en la estantería, de joven le bastaba con estirar los brazos pero ya había minorado su estatura, con lo cual los bajaba de uno en uno por temor a desestabilizarse y caer.
Tercero, los colocaba sobre el mantel, los limpiaba por fuera con un trapito que tenía para ello, y abría uno, siempre empezaba por el de los botones más antiguos, volcaba todos porque en el fondo estaban los viejitos, era una mujer muy ordenada.
Una vez fuera del tarro los contaba por si alguno había desaparecido, la aterraba pensar que alguien hubiese podido entrar en casa y cambiarlos de lugar o llevárselos.
Mientras los limpiaba y contaba iba recordando de dónde salieron:
- “Los del abrigo de papá cuando fue a bautizarme”. Le hubiese gustado tener los de su madre, pero en aquella época las madres no acudían al bautizo.
- “Los de mis primeros zapatos de mujercita … jajaja … de charol negro”.
- “Los violetas del día de mi debut en el Moulin Rouge”.
Quedó callada por un momento, sus ojos vivarachos se enternecían recordando las luces, los cancanes, los zapatos de tacón de aguja, las lentejuelas, las butacas granates y los aplausos, … y Pablo, ... allí conoció a su ya fallecido Pablo que le llevó el ramo de flores más bello al camerino, fue París testigo del encuentro de sus pies entre bambalinas, y la Catedral de Notre Dame acogió en sus entrañas el “sí quiero”.
Su emoción aumentó al ver de seguido los dos botones unidos por un fino hilo, uno nacarado y otro azul, uno del traje de novia de ella y otro del traje de novio de él; los miró, los limpió, los besó y volvió a meterlos en su tarro.
Y así, montada en cada botón cabalgó una vez más por su vida llena de encuentros y desencuentros, de bienvenidas y despedidas, de grandes fiestas, del nacimiento de sus hijas, de cielos azules y nublados, de risas y llantos.
Primero un tarro, … luego otro, los volvió a guardar en la estantería.
Sintió un dolor fuerte en el pecho, se agarró a la mesa como pudo, se sentó, respiró hondo y suspiró; volvió a bajar los dos tarros, del primero sacó los dos botones unidos y lo cerró; el segundo tarro, el de los botones más cercanos en su recuerdo lo dejó abierto sobre la mesa; se dirigió a su habitación con unas tijeras, del armario sacó el vestido que tenía para las situaciones especiales y se lo puso, colocando en uno de los bolsillos los botones unidos, y cortando el que adornaba una de las mangas regresó al tarro y lo metió en él colocándolo con dificultad pero buen tiento junto al otro.
Ana Isabel, cada año, y siempre en la misma fecha, sacaba los frascos que había heredado de su abuela, esparcía los botones ya sin orden sobre su cama, trataba de imaginarse de dónde habían salido, ella sólo conocía uno, uno rojizo y dorado como los del vestido que su abuela llevaba cuando su vida se apagó, rojizo y dorado como las hojas de los árboles teñidos de otoño que les acompañaron en la despedida un 5 de noviembre.
Los años iban haciendo estragos en su cuerpo, el cabello ya carecía de abundancia, los pómulos se volvieron duros y marcados por la falta de dientes, el cuello perdió su tersura como también lo hizo la piel de los brazos y el resto.
Cada año, en su onomástica sacaba aquellos tarros para abrirlos y limpiar uno a uno cada botón.
Pero, como ya se empezó a ver viejita, ese año, los sacó antes, era la herencia que tenía preparada para su única nieta; ¡es poco! dirían los más discretos, ¡es una tremenda basura! susurrarían otros; pero no, no era nada de eso, para Doña Celia era un tesoro, era su vida, su diario abotonado, sus … ¿cómo diría?, sus fotos de plástico con agujeros, sin imágenes para el resto pero hablantes para ella.
Cuando los sacaba seguía un ritual paso a paso, siempre hacía lo mismo:
Primero, colocaba el mejor mantel sobre la mesa de tablas descuadradas.
Segundo, se subía a una pequeña banqueta para agarrar los tarros que esperaban en la estantería, de joven le bastaba con estirar los brazos pero ya había minorado su estatura, con lo cual los bajaba de uno en uno por temor a desestabilizarse y caer.
Tercero, los colocaba sobre el mantel, los limpiaba por fuera con un trapito que tenía para ello, y abría uno, siempre empezaba por el de los botones más antiguos, volcaba todos porque en el fondo estaban los viejitos, era una mujer muy ordenada.
Una vez fuera del tarro los contaba por si alguno había desaparecido, la aterraba pensar que alguien hubiese podido entrar en casa y cambiarlos de lugar o llevárselos.
Mientras los limpiaba y contaba iba recordando de dónde salieron:
- “Los del abrigo de papá cuando fue a bautizarme”. Le hubiese gustado tener los de su madre, pero en aquella época las madres no acudían al bautizo.
- “Los de mis primeros zapatos de mujercita … jajaja … de charol negro”.
- “Los violetas del día de mi debut en el Moulin Rouge”.
Quedó callada por un momento, sus ojos vivarachos se enternecían recordando las luces, los cancanes, los zapatos de tacón de aguja, las lentejuelas, las butacas granates y los aplausos, … y Pablo, ... allí conoció a su ya fallecido Pablo que le llevó el ramo de flores más bello al camerino, fue París testigo del encuentro de sus pies entre bambalinas, y la Catedral de Notre Dame acogió en sus entrañas el “sí quiero”.
Su emoción aumentó al ver de seguido los dos botones unidos por un fino hilo, uno nacarado y otro azul, uno del traje de novia de ella y otro del traje de novio de él; los miró, los limpió, los besó y volvió a meterlos en su tarro.
Y así, montada en cada botón cabalgó una vez más por su vida llena de encuentros y desencuentros, de bienvenidas y despedidas, de grandes fiestas, del nacimiento de sus hijas, de cielos azules y nublados, de risas y llantos.
Primero un tarro, … luego otro, los volvió a guardar en la estantería.
Sintió un dolor fuerte en el pecho, se agarró a la mesa como pudo, se sentó, respiró hondo y suspiró; volvió a bajar los dos tarros, del primero sacó los dos botones unidos y lo cerró; el segundo tarro, el de los botones más cercanos en su recuerdo lo dejó abierto sobre la mesa; se dirigió a su habitación con unas tijeras, del armario sacó el vestido que tenía para las situaciones especiales y se lo puso, colocando en uno de los bolsillos los botones unidos, y cortando el que adornaba una de las mangas regresó al tarro y lo metió en él colocándolo con dificultad pero buen tiento junto al otro.
Ana Isabel, cada año, y siempre en la misma fecha, sacaba los frascos que había heredado de su abuela, esparcía los botones ya sin orden sobre su cama, trataba de imaginarse de dónde habían salido, ella sólo conocía uno, uno rojizo y dorado como los del vestido que su abuela llevaba cuando su vida se apagó, rojizo y dorado como las hojas de los árboles teñidos de otoño que les acompañaron en la despedida un 5 de noviembre.